La escritura de una jornada particular
Por Alfonso Rubio Hernández
Profesor del Departamento de Historia
Universidad del Valle
Son las 8 de la noche y en una voz alta que no
supera los 40 dB, prácticamente a la misma intensidad de una conversación normal,
leo para María un cuento que se titula La
rebelión de los electrodomésticos. Llegamos a la página diez, cuando entra
en acción el diálogo de la aspiradora, pero afortunadamente mi voz no alcanza el
nivel de los 70 dB que ella produce y encuentro a María ya dormida.
Sin
transición, paso de la cama de María a la mía y retomo los relatos de Alice Munro,
una escritora canadiense, Premio Nobel este año de 2013 y librera en la década
de los 60 del siglo XX. Algunos ajenos e impertinentes comentarios que se han
producido a lo largo del día y han herido mi sensibilidad, interrumpen o nublan
mi lectura, pero me autoconsuelo camuflando la importancia que realmente tienen
y retomo la lectura en la línea o el párrafo a partir del cual no me estaba
enterando de nada. Esta vez leo íntimamente, exclusivamente para mis adentros
y, como ya sólo miro para ellos, la fatiga a las 9:30 p.m. apenas me deja
activar la alarma de un viejo despertador que tiene marcada la hora de las 5 de
la madrugada. A esa hora despierto para que la niña pueda tomar su bus escolar.
A partir de ahí comienza mi nueva jornada particular.
Antes
de mirar mi agenda, que formo a base de informales hojas sueltas reutilizables, y antes de refrescar algunas
notas que ayer escribí para la clase de hoy, reviso el buzón de entrada de mi
correo electrónico. En él firmo con la letra A porque es la inicial de mi
nombre y necesito responder con velocidad a tanta cantidad de mensajes,
generalmente breves, que me permiten utilizar una gran variedad de criterios
para su clasificación: relevantes y banales, amistosos y laborales, útiles e
inútiles, insípidos y divertidos, esperados e inesperados,
esperanzadores y desesperantes, con adjunto o sin
adjunto: -¿Quieres adjuntar algún
archivo? En el mensaje has escrito “adjunto”, pero no hay ningún archivo
adjunto ¿Quieres enviarlo de todos modos? –Pues sí, hombre, envíalo ya, que no
puedo perder más tiempo contigo. Pero ¿con quién hablo? Me he dejado
dominar por el hábito a los correos electrónicos y soy un adicto irreversible. Vas
a enloquecer, suprime contactos, mantén un horario estable para darles
respuesta, la inmediatez es un engaño que sólo activa tu esquizofrenia, John
Wayne fue un hombre tranquilo.
Escritos
de vida efímera, pero que últimamente debo guardar en archivos Word. No es que
sea mi intención chantajear a nadie descubriendo tramas financieras, pequeñas o
grandes corruptelas, no, lo hago porque con el tiempo, tanto emisor como
receptor (yo y él, él y yo) dejamos de recordar con exactitud lo que un día nos
dijimos. Ah, por cierto, se me olvidaba, la A, mi A, no sé por qué, siempre se
me aparece simbolizando los significados, no reñidos, de principio y
anarquismo.
Después
de reponer energías, estoy listo para enfrentarme al mundo exterior. Al descender
las escalas me topo con el cartel que desde hace meses cuelga en el portal de
entrada al edificio: CIERREN CON CUIDADO. Salgo a la calle pensando en ese
imperativo que no agrede, mi imaginación se traslada a múltiples escenarios y
hasta intenta desvelar la personalidad de quien fuere su autor, pero enseguida,
a medida que avanzan mis pasos, unas nuevas lecturas, carteles de
establecimientos comerciales, desvían mi atención: TODO a $10.000. Dido
Peluquería. Corte. Cepillado. Manicure-Pedicure. Depilación con cera. Mechas.
Maquillaje. 3398575; LAVANET del Sur. Lavandería-Internet. Sastrería. Clínica
de ropa. 3009574086; MERCADIARIO AUTOSERVICIO. Lacteos. Frutas. Verduras.
Carnes frías. Servicio a domicilio. Licores. Granos. Aseo. Papelería. 3305050;
POSTRES & PASTELES CASA BLANCA. Servicio a domicilio. 3395425.
En
una sola calle de corto recorrido, textos prácticamente contiguos que de tan
familiares que se han hecho para mí, no pienso en ellos, no soy consciente de
su significado más allá de su utilidad como reclamo comercial; como diría el
poeta argentino Oliverio Girondo, la costumbre nos teje diariamente una
telaraña en las pupilas. La escritura
invade nuestra cotidianeidad y ahora, para seguir mi camino, debo esquivar
la valla de la esquina que, en caracteres negros de una letra romana capital mayúscula
de caligrafía cuadrada con fondo amarillo está diciendo PROHIBIDO APARCAR, sí,
una letra igualita a esta Times New Roman. Atravieso el Edificio que siempre me
grita su nombre: TORRES DE LA RIOJA, como si de un reclamo natal se tratara,
quién sabe si celestial. Poniendo en práctica la Ley del Mínimo Esfuerzo, por
el sendero más corto, cuando llego a la Calle 13 (siempre muy traficada), debo
cruzarla por un lugar sin semáforo para situarme en la acera que, en línea
recta, me lleve a la Cafetería OMA del Supermercado ÉXITO, en el Centro
Comercial UNICENTRO; después de casa, mi segunda oficina de trabajo.
Entre
paso y paso, entre una mirada y otra a una escritura que exige mi atención,
desde que he salido de casa no he dejado de construir mentalmente el siguiente
párrafo del artículo, todavía inconcluso, que actualmente no me deja dormir. El
poeta cartagenero Raúl Gómez Jattin murió en 1997 atropellado por un bus en las
calles de su ciudad. Cuando atravieso una peligrosa vía sin semáforos siempre
pienso en él y que en esos momentos en que vio la muerte, había conseguido al
fin acabar su mejor poema, un poema que construyó enteramente en su memoria y
que nunca pudo fijar por escrito.
OMA
ofrece una estimable variedad de cafés, granizados y cócteles, que anuncia en
la pared más visible y extensa con la que cuenta. Caracteres blancos sobre
fondo negro siguen esta clasificación: ESPRESSOS (cortado, 2400; doble, 3000;
largo 2400; machiato 2400;…); TRADICIONALES (capuccino, 3600; capuccino
caramelo, 4200; café latte, 2900; tinto americano, 1800;…); ESPECIALES (café
jengibre, 6300); café colombia, 5900; café tradición, 7000: café italiano,
6300;…); GRANIZADOS (sencillo, 3900; crema, 4700; doble crema, 5700; espresso
arequipe, 4800;…); y CÓCTELES FRÍOS (padrino, 7100; daiquiri maracuyá, 8100;
cóctel oma especial, 8100; madrina, 7100;…)
No
necesito mirar tal variedad para solicitar mi café, ni siquiera necesito decir
nada, sólo mi familiar –Buenos días y,
a los pocos minutos, con mi nombre escrito en un vaso de plástico recojo mi
tradicional tinto americano. Me acomodo en una de sus mesas, siempre, a ser
posible, en la del rincón. Leo algunas páginas del texto titulado Entre las calles vivas de las palabras,
de Carmen Rubalcaba Pérez; por cierto, hablando de poetas, un título que se
encuentra reproducido en los versos del poema Elegía desde Simancas (Hacia la Historia), del poeta español Claudio Rodríguez.
Mitad
de diciembre, parece que hoy se ha madrugado mucho y las mesas comienzan a
llenarse de iPods, tablets y celulares con ganas de funcionar sin descanso.
Desde mi atalaya privilegiada, levanto la mirada del libro y echo un vistazo a mi
alrededor: Precio insuperable. Productos sólo a $1000. La mejor navidad.
Cosecha fresca. Oferta: 30 unidades huevo rojo Ekono $6490. Duopack Postobón
$5500. Oferta Mango maduro x 500 g. $990. Ahorrar es vivir con Éxito. Primero
consumo los textos escritos mediante una lectura rápida, mental, sintética.
Parezco un lector culto. Pero estamos en el mes de diciembre y el supermercado
ya se ha llenado de previsores compradores. Estoy al lado de una jauría de
voces humanas que persiguen con su lengua centenares de productos navideños y
me obligan a hacer una lectura lenta, con continuidad, sin pausas, fundando mi
lectura no sobre la vista, sino sobre la escucha de mi propia voz. Parezco
entonces un lector semialfabeto, un niño que lee en voz alta.
Signos
numéricos y alfabéticos, mayúsculos y minúsculos; blancos, verdes, amarillos y negros;
redondos y cursivos, sobre fondos igualmente multicoloreados y llamativos. Hay
una determinada calidad de impresión, un determinado tipo de caracteres, un
aspecto formal intencionado al que me parece no hacer caso, al que no quiero
hacer caso, al que, al pensarlo, se lo hago; es una eficiente, higiénica, una
alfabética presentación que inconsciente
o conscientemente me atrapa, que irremediablemente me acerca al sabor comercial
de una papaya que, con seguridad, luego en casa, devoraré lingüísticamente.
Faltan
15 minutos para las diez de la mañana. Salgo de la cafetería para dictar mi
clase de los miércoles de Paleografía y creo entonces que puedo respaldar el
porqué de esto que primero sólo estuvo en mi pensamiento y ahora se ha
convertido en escritura: siento una constante necesidad de responder sobre la
identidad fundadora de mi actividad profesional, pues esta ha sido, supongo, mi
elección de vida, aunque sólo encuentre respuestas efímeras y provisionales.
Como quien pregunta a un documento histórico, se me apoderan la imposibilidad y
el desasosiego, no puedo obtener respuestas reales para saber si mi elección es
equívoca o no. Pienso que sí, pero no importa, como el mismo documento
histórico escondo una recóndita intencionalidad y soy inagotable para poder
seguir explorándome. Con seguridad la desmesura del desasosiego es más aparente
que real; con seguridad, esta mañana transcribiremos una procesal encadenada de
un viejo juicio criminal y todos quedaremos insatisfechos después de leerlo.
Posiblemente nos embargue la emoción (¿qué más queremos?), posiblemente
resucitemos a Pierre Rivière y acumulemos infinidad de preguntas, tan equívocas
como la propia realidad histórica.
Tan
fragmentado y ambiguo como las respuestas que pudiéramos dar a este pedazo de
juicio criminal del año de 1659, avanzo hacia el aula 1017 del Edificio 333 de
la Universidad del Valle. Para poder entrar en ella, en un espacio posible de
aproximadamente 300 metros, abarcable, humano, que pueda recorrer con mis
piernas, intento encontrar alguna señal luminosa color verde, rojo o ámbar que
sea indicio de que ahí hay, al menos, un semáforo. Espero paciente, por fin, la
señal de un verde que te quiero verde que me permita adentrarme directamente
por la puerta de la percepción peatonal de la Universidad, pues estoy anclado
en el semáforo que se sitúa enfrente de ella. Recorro las huellas de una cebra
descolorida; luego, después de rebasar los 5 metros de ancho de una ciclovía,
las de otra, también descolorida. Ya en la acera que bordea la entrada, una
señora parece hacerme aspavientos con su mano derecha para adosarme un ejemplar
del ADN que le pesa en la izquierda; o sea, pone en mi mano, sin permiso
previo, precipitadamente, 5 pliegos unidos de papel periódico que en su portada
de hoy reza así: VENGANZA, CAUSA DE LA MAYORÍA DE HOMICIDIOS EN CALI.
Dentro
de la U atravieso un largo pasaje de columnas que no son romanas ni están
llenas de graffiti, pero sí de muy
distinta papelería y grafía que a un lado y otro, entre bananas y artesanías de
caña, anuncian el alquiler de un apartamento, el inicio de una maestría, la
venta de una bicicleta y una trompeta, un curso de yoga y otro de psiquiatría, la
programación de un ciclo de cine y otro de teatro, un “Grandioso Concierto de
Salsa”, la conferencia del doctor Jaime Jaramillo, experto en esoterismo. Es
inevitable no leer alguno de estos anuncios artesanos, y hoy he leído tantos
que mi cerebro, convertido ya en una inmensa batidora, está creyendo que esta
ciudad es, en verdad, un rico cóctel de bio-diversidad.
Llego
a clase algo confundido e intento aclararme dentro de un esquema evolutivo que
me recuerde y sitúe en el tiempo y en el espacio la forma de algunos tipos de
letra: capital mayúscula romana, uncial, lombarda, irlandesa, visigótica,
gótica, carolina, cortesana, procesal,
humanística. Respiro un poco. Efectivamente, como intuí, resucitamos a
Pierre Rivièrre, pero no fue emoción lo que surgió, más bien, la letra procesal
de la copia del jugoso manuscrito que debíamos analizar estaba tan encadenada y
asustó tanto que no supimos ni quisimos preguntar nada, ni al documento ni
mucho menos al ciudadano francés.
Más
fatigado que preocupado (la letra era de un nivel excesivo), regreso a casa,
esta vez bordeando la maltrecha y ridícula acera que circunda los límites de la
Universidad dirección norte por la misma Calle 13 de antes. Una, dos, tres
marquesinas para el bus dispuestas a unos 100 metros de distancia una de otra,
publicitan con diseño profesional que combina imagen, color y texto: NUEVO
SABOR A MANZANA. Del Valle FRESH. Un placer que te refresca; FERIA DE CALI.
Colombia te invita a conocer su: Gastronomía. Música. Cultura. Un universo a
tus pies; LOS REGALOS DE NAVIDAD CLARO. Llévate estos equipos desde $0. Sólo
pagas el IVA de $8240.
Abro
el portal del edificio donde se encuentra mi apartamento, recojo un sobre con
extractos bancarios, la publicidad de una nueva pizzería que se ha instalado en
el barrio y la factura de los servicios. Más números que letras, me digo, más
signos arábigos que fenicios; el archivo familiar está a punto de desbordarse y
deberíamos expurgar la documentación de algún que otro año sin hacer selección
de ningún tipo, para qué; para qué la selección, no corro ningún riesgo, pues
soy un ciudadano modélico y cumplo siempre con mis obligaciones. Tú sí, pero la
Administración no, recuerda, conserva al menos el recibo de pago de aquel nunca
realizado Mega-proyecto, quién sabe si habrá devolución de esta descarada
Mega-estafa. Para qué, después de hace tanto tiempo, se ha convertido en una
muletilla de extrema resignación.
Almuerzo
y a las 4 pm. despierto de una reparadora siesta. Leo, Leo, Leo es el nombre de
la protagonista en la película homónima de José Luis Borao, porque leer no leo
nada, soy un perfecto profesor universitario que sólo sabe escribir. Estoy
atrapado por un perverso sistema crediticio y no es aconsejable recomendar la
lectura de Adiós a la Universidad. El
eclipse de las Humanidades, de Jordi Llovet; se corre el riesgo de que el
sistema se desbarate y además, como digo, para qué. Para qué siempre es un pregunta inútil, decía mi difunto amigo Juan
García; y es un máxima que sigo y seguiré poniendo en práctica para no
preguntarme nunca por la finalidad de la vida.
Espero
entonces que pase el tiempo revisando facturas de letras y números diminutos,
de perfecta estructura contable, aunque particularmente no entienda nada y
tenga que llamar por teléfono a Emcali o a Claro para que me expliquen los
nuevos cambios operados en su confección: se han suprimido algunos antiguos
conceptos y otros se han cambiado por nuevas denominaciones, más actuales, más
eufemísticas y acordes con los nuevos y cordiales tiempos que corren.
Son
las 6 de la tarde y María regresa del parque. Entra por la puerta de la casa y
nada más verme me pone en la mano (esta vez pienso que sí, que es un verdadero
ADN) una pequeña hoja cuadriculada de libreta donde puedo leer los caracteres mayúsculos
que la desbordan, que me desbordan: PAPA QUANDO ME BAS A COMPRAR EL ARBOL DE
NAVIDAD? En dos horas debe acabar sus deberes para el cole de mañana. Le ayudo
a colorear algunas escenas hogareñas que se representan en uno de los pliegos
que me acerca, mientras en su libro de texto, la Cartilla Micho, ella repasa las líneas de puntos suspensivos de
nuestro alfabeto en caracteres minúsculos. Como una estela de luz que alumbra
el pasado, los puntos suspensivos me llevan a recordar el primer libro que por
iniciativa propia me atreví a comprar en una de las dos papelerías, más que
librerías, que por aquel entonces había en mi pueblo. Era el Dictaditos, lo refresqué y comprobé hace
poco, de 4º curso en su 5ª edición de 1970. Era el Dictaditos una obra adaptada a los cuestionarios de enseñanza
primaria para aprender ortografía, en aquellos tiempos en los que el
aprendizaje se basaba en la memorización y no en la comprensión. Un obra
seriada creada por el español Andrés Pascual Martínez que comenzó en la década
de los años 50 y concluyó en la de los 80 del siglo XX. Llegó hasta el 6º curso
con un sinnúmero de ejemplares vendidos en el total de incontables ediciones.
Qué
papelería aquella, venida de una tradición decimonónica de impresores, se veían
en sus estantes folletos de propaganda, carteles publicitarios, fotografías,
programas de espectáculos, billetes de cine, de teatro, de bailes; postales,
cromos, esquelas de defunción, tarjetas de comercios; a cada tipo documental le
correspondía un sentimiento personal diferente. El papel, tal vez sea la base
material de su procedencia, actúa como una especie de atracción natural y nadie
está libre de ella.
En
fin, no quiero seguir recordando; el recuerdo, como ese “para qué” futurista,
pueden convertirse en estados de ánimo terroríficos y ya pasó mi
edad-pesadilla. Dan las 8 de la noche de este miércoles 11 que estoy a punto de
tachar con un X en la hoja número 12 de
un calendario del año 2013 al que pronto daré fuego. Son las 8 de la noche y no
quiero convertirme en el Bill Murray de El
día de la marmota. Adiós.