domingo, 30 de octubre de 2011

Una reforma incompleta


Apuntes sobre un proceso de reforma de la educación superior en Colombia (II).

Por: Gilberto Loaiza Cano, departamento de Historia, Universidad del Valle. Director del grupo de investigación Nación-Cultura-Memoria.

Uno de los defectos ostensibles de la propuesta de reforma a la educación superior en Colombia, presentada por el gobierno del presidente Juan Manuel Santos, es el pobre diagnóstico que la sustenta. Hay muchos diagnósticos, muchos informes – y muy buenos- que señalan carencias reiteradas y que, por lo tanto, ayudan a fijar énfasis y metas en ciertos aspectos. Esa ausencia de una base diagnóstica explica, en parte, el otro defecto sustancial del proyecto que es su visión fragmentada del problema y por eso se concentra en el asunto de la financiación. Todos esos defectos nos revelan algo quizás más lamentable, pero que no nos sorprende: en asuntos de educación, en Colombia, nos hemos acostumbrado que nos guíen personas que no reúnen los méritos, las capacidades, los talentos y que, además, no compensan sus carencias con asesorías adecuadas, entre ellas la simple compilación y lectura de tantos documentos que se han producido en los últimos veinte años y que examinan lo que ha venido siendo la educación superior en Colombia.

Los problemas no son solamente de cantidad, son también de calidad. Por tanto, hay otras metas apremiantes, otros retos que es indispensable asumir. No olvidemos, por ejemplo, que Colombia es uno de los países de América latina con cifras más pobres en el número de doctores. Es un déficit histórico que apenas se ha ido asumiendo y que en la cuestionable propuesta gubernamental parece que se solucionaría con dejar que cualquier institución, con el adjetivo “universitaria”, se invente sin mayor esfuerzo programas de doctorado. Tampoco se trata de aumentar el número de doctores hiper-titulados y, a la vez, desempleados; sabemos que el respaldo de una formación doctoral es un acumulado cultural, una tradición de investigación capaz de dotar de auto-suficiencia, en muchos aspectos de la vida, a una comunidad. En consecuencia, la formación doctoral entraña discutir el modelo socio-económico del inmediato y lejano futuro de la sociedad colombiana. Y para eso no hay tiempo ni interés, porque, entre otras cosas, no nos vamos a zafar ni pronto ni fácilmente de un modelo socio-económico fundado en la subordinación tecno-científica.

Además, en la propuesta del Ministerio de Educación ni siquiera asoma una idea interesante acerca de garantizar o promover una formación universitaria que tenga como punto culminante el ciclo doctoral; es decir, todo lo concerniente a la educación superior parece reducirse a un problema de acceso a la formación en pre-grado y no contempla el necesario cultivo de generaciones que transiten exitosamente por todos los niveles de formación universitaria cuyo corolario obvio debe ser los estudios de doctorado. Ya sabemos que las universidades públicas más tradicionales padecen una esquizofrenia, son públicas en la formación de pregrado y han sido privatizadas en la formación a nivel de posgrados. La una es deficitaria y vista como un mal crónico, un fardo que es necesario aligerar, por eso han abundado en tiempos recientes proyectos para acelerar graduaciones sin mayores exigencias y disminuir el tiempo de presencia en las universidades de los estudiantes de pre-grado. Mientras tanto, la formación de pos-grado garantiza, por las altas tarifas de matrícula, el sostenimiento de algún rubro en universidades empobrecidas. Nosotros, los profesores universitarios, hemos sido agentes intermediarios, técnicos del Estado en la aplicación disciplinada de esa frontera entre carreras de pre-grado para pobres y carreras de pos-grado para ricos. Esa conducta antecedente quizás explique, en parte, el comportamiento ambivalente que hemos tenido en esta y otras circunstancias de discusión sobre modelos de educación superior para Colombia.

Tampoco parece preocuparle al gobierno acompañar el aumento de la cobertura de estudiantes con la ampliación del personal docente. Como ya ha sucedido en algunas universidades regionales, es posible que el ideal gubernamental consista en un crecimiento de la población estudiantil mientras el número de profesores se estanca o disminuye. Esa parte del paisaje que se vislumbra es una de las penumbras más terribles. Si algo ha sido necesario desde hace muchos años, es lograr que se consoliden comunidades profesorales con vínculos estables en las universidades y con plenas garantías para su calificación. Sin embargo, el gobierno de Santos parece inclinarse por fábricas de títulos a bajo costo, universidades convertidas en tugurios de la cultura caracterizadas por el hacinamiento y profesores incapacitados para dedicar tiempo a la investigación.

Quizás sea cierto que es bastante con que en el actual proyecto de reforma se vea menguado el compromiso estatal por financiar la educación superior y la ponga en la órbita de las lógicas del mercado; pero también puede ser cierto que olvidemos que estamos en un momento crucial de definición de lo que debe ser la educación pública, no solamente universitaria, para el futuro inmediato y el lejano. Entonces se vuelve indispensable hablar de una reforma integral que exige una discusión minuciosa con un temario muchísimo más abigarrado, con múltiples datos, informes y agentes de opinión. Los estudiantes, mejor que los profesores universitarios, han expuesto esa urgencia.

Cali, octubre de 2011.

viernes, 21 de octubre de 2011

¿Y el Estado? Apuntes sobre un proceso de reforma de la educación superior en Colombia.

Por: Gilberto Loaiza Cano, departamento de Historia, Universidad del Valle. Director del grupo de investigación Nación-Cultura-Memoria.

Propongo que hagamos un ejercicio, busquemos el Estado en las últimas propuestas de reforma a la educación superior. La respuesta es fácil y no sorprende, el Estado es una palabra que aparece pocas veces y enuncia pocos asertos. Eso dice mucho, el Estado aparece débil y tímidamente. Quienes han escrito esas propuestas de reforma no saben o no pueden o no quieren adjudicarle al Estado grandes compromisos. El asunto es previsible, no podía ser de otro modo porque esa es, en muy buena parte, la historia de la educación en Colombia. Es la historia de un Estado débil, pobre, muy limitado en propósitos y compromisos.

Además, quienes redactan esas propuestas son, muy posiblemente, gentes hechas desde la infancia en colegios y universidades privados. Les queda muy difícil pensar del lado del Estado, les queda muy difícil adjudicarle grandes tareas al Estado en desmedro del amplio terreno históricamente conquistado, en la sociedad colombiana, por todas las formas privadas de educación. Y eso tampoco es nuevo en nuestra historia republicana; en el siglo XIX, quienes promovieron el Estado institutor con las reformas educativas del decenio de 1870, venían de ser voceros conspicuos de la libre iniciativa empresarial en materia educativa y habían minado, hasta entonces, cualquier iniciativa educativa fundada en el Estado.

Históricamente, la iniciativa de particulares ha competido con la iniciativa estatal para el control social y cultural de los individuos mediante la creación de instituciones de instrucción y educación. El Estado ha tenido siempre dificultades para ejercer soberanía en todo el territorio, para garantizar el monopolio de la fuerza, para construir formas básicas de bienestar común. Ante un Estado débil y debilitado, han prosperado las soluciones provenientes de iniciativas de grupos de individuos. Demos ejemplos: como el Estado no ha sido capaz de crear una infraestructura de vías y de medios de transporte, hemos recurrido a formas privadas de solución al dilema de la movilidad, entonces compramos nuestro carro o nuestra motocicleta, y hemos descartado pensar en el tren o en el tranvía o en el metro. Como el Estado no nos garantiza la protección de nuestras vidas ni de nuestras propiedades, entonces contratamos compañías de vigilancia privada, formamos grupos paramilitares o buscamos hacer justicia por nuestra propia cuenta. Estamos, por tanto, acostumbrados a no tener grandes proyectos de cohesión colectiva; cada quien resuelve su problema en medio de las condiciones adversas que ofrece un Estado pequeño y pobre.

Entre el Estado y la sociedad no ha existido una relación basada en el altruismo. El Estado devora la sociedad y la sociedad aprovecha las fisuras del endeble Estado. Al Estado no le hemos dejado que ejerza una hegemonía cultural, le hemos disputado el control espiritual de la población. En nombre de las libertades individuales, Miguel Antonio Caro atacó la reforma educativa del Estado controlado por el liberalismo radical, y dijo que el Estado no podía obligar a nadie a asistir a las escuelas. En nombre de la libertad de conciencia, el conservatismo colombiano promovió las escuelas confesionales en disputa con la escuela laica oficial, y promovió también la fundación de universidades con el apoyo de la Iglesia católica.

Hoy tenemos un mapa de la educación, en general, con un desprestigiado Estado que apenas si puede y desea sostener, en condiciones muy precarias e indignas, un sistema de escuelas y colegios públicos. En la educación superior el panorama es de un ascendente sistema de instituciones privadas que han crecido en materia inmobiliaria; empezaron en garajes, adecuando casas, luego transformaron barrios y finalmente adquirieron lotes, se estabilizaron con una oferta muy limitada de carreras que garantizaban lucro con pocos gastos en dotaciones y, por eso, han tratado de erigirse en modelo innovación y de eficacia gerencial. Sus trayectorias en investigación son magras, sus niveles de formación en posgrados son muy reducidos, pero han dado pruebas de eficacia en el cumplimiento de ciclos rápidos de graduación, han permitido el enriquecimiento de familias, de grupos de empresarios, de comunidades religiosas y han dejado satisfechas a franjas poblacionales que no lograron, por múltiples razones, ingresar a las universidades públicas. La reforma que propone el gobierno del presidente Juan Manuel Santos parece un corolario para el esfuerzo de esos exitosos empresarios de la educación que ya tienen algún grado de control en instituciones como el Icetex, el Icfes y el mismo Ministerio de Educación. Y, en consecuencia, es un golpe letal a lo poco firme que queda de un sistema nacional de universidades públicas.

Entonces se impone hacer otro ejercicio mucho más arduo y sostenido: pensar cuál es el ideal de educación según el ideal de intervención del Estado. Lo que equivale a pensar, cómo miembros de la sociedad colombiana, en la importancia que podemos o deseamos adjudicarle al Estado. Se trataría de pensar, en conjunto, en el tipo de educación, en el tipo de sociedad y en el tipo de Estado. Qué educación para contribuir a moldear qué sociedad; una educación según qué orientaciones y prioridades atribuidas al Estado. Tal ejercicio no es fácil ni rápido; el peso de la fuerza de inercia de una sociedad acostumbrada a las soluciones de un liberalismo extremo, al sálvese quien pueda, al yo gano y usted pierde, vuelve lento, incluso, el inicio, en firme, de cualquier conversación.

En próximos apuntes: la responsabilidad del Estado y la responsabilidad de la sociedad; la definición de prioridades en la cultura; la democracia y la meritocracia en las universidades; la necesidad de controles sobre autoridades universitarias y sobre el uso de los recursos; los enriquecimientos privados en las universidades públicas.

Cali, octubre de 2011