Apuntes sobre un proceso de reforma de la educación superior en Colombia (II).
Por: Gilberto Loaiza Cano, departamento de Historia, Universidad del Valle. Director del grupo de investigación Nación-Cultura-Memoria.
Los problemas no son solamente de cantidad, son también de calidad. Por tanto, hay otras metas apremiantes, otros retos que es indispensable asumir. No olvidemos, por ejemplo, que Colombia es uno de los países de América latina con cifras más pobres en el número de doctores. Es un déficit histórico que apenas se ha ido asumiendo y que en la cuestionable propuesta gubernamental parece que se solucionaría con dejar que cualquier institución, con el adjetivo “universitaria”, se invente sin mayor esfuerzo programas de doctorado. Tampoco se trata de aumentar el número de doctores hiper-titulados y, a la vez, desempleados; sabemos que el respaldo de una formación doctoral es un acumulado cultural, una tradición de investigación capaz de dotar de auto-suficiencia, en muchos aspectos de la vida, a una comunidad. En consecuencia, la formación doctoral entraña discutir el modelo socio-económico del inmediato y lejano futuro de la sociedad colombiana. Y para eso no hay tiempo ni interés, porque, entre otras cosas, no nos vamos a zafar ni pronto ni fácilmente de un modelo socio-económico fundado en la subordinación tecno-científica.
Además, en la propuesta del Ministerio de Educación ni siquiera asoma una idea interesante acerca de garantizar o promover una formación universitaria que tenga como punto culminante el ciclo doctoral; es decir, todo lo concerniente a la educación superior parece reducirse a un problema de acceso a la formación en pre-grado y no contempla el necesario cultivo de generaciones que transiten exitosamente por todos los niveles de formación universitaria cuyo corolario obvio debe ser los estudios de doctorado. Ya sabemos que las universidades públicas más tradicionales padecen una esquizofrenia, son públicas en la formación de pregrado y han sido privatizadas en la formación a nivel de posgrados. La una es deficitaria y vista como un mal crónico, un fardo que es necesario aligerar, por eso han abundado en tiempos recientes proyectos para acelerar graduaciones sin mayores exigencias y disminuir el tiempo de presencia en las universidades de los estudiantes de pre-grado. Mientras tanto, la formación de pos-grado garantiza, por las altas tarifas de matrícula, el sostenimiento de algún rubro en universidades empobrecidas. Nosotros, los profesores universitarios, hemos sido agentes intermediarios, técnicos del Estado en la aplicación disciplinada de esa frontera entre carreras de pre-grado para pobres y carreras de pos-grado para ricos. Esa conducta antecedente quizás explique, en parte, el comportamiento ambivalente que hemos tenido en esta y otras circunstancias de discusión sobre modelos de educación superior para Colombia.
Tampoco parece preocuparle al gobierno acompañar el aumento de la cobertura de estudiantes con la ampliación del personal docente. Como ya ha sucedido en algunas universidades regionales, es posible que el ideal gubernamental consista en un crecimiento de la población estudiantil mientras el número de profesores se estanca o disminuye. Esa parte del paisaje que se vislumbra es una de las penumbras más terribles. Si algo ha sido necesario desde hace muchos años, es lograr que se consoliden comunidades profesorales con vínculos estables en las universidades y con plenas garantías para su calificación. Sin embargo, el gobierno de Santos parece inclinarse por fábricas de títulos a bajo costo, universidades convertidas en tugurios de la cultura caracterizadas por el hacinamiento y profesores incapacitados para dedicar tiempo a la investigación.
Quizás sea cierto que es bastante con que en el actual proyecto de reforma se vea menguado el compromiso estatal por financiar la educación superior y la ponga en la órbita de las lógicas del mercado; pero también puede ser cierto que olvidemos que estamos en un momento crucial de definición de lo que debe ser la educación pública, no solamente universitaria, para el futuro inmediato y el lejano. Entonces se vuelve indispensable hablar de una reforma integral que exige una discusión minuciosa con un temario muchísimo más abigarrado, con múltiples datos, informes y agentes de opinión. Los estudiantes, mejor que los profesores universitarios, han expuesto esa urgencia.
Cali, octubre de 2011.
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