Por: Gilberto Loaiza Cano, departamento de Historia, Universidad del Valle. Director del grupo de investigación Nación-Cultura-Memoria.
Propongo que hagamos un ejercicio, busquemos el Estado en las últimas propuestas de reforma a la educación superior. La respuesta es fácil y no sorprende, el Estado es una palabra que aparece pocas veces y enuncia pocos asertos. Eso dice mucho, el Estado aparece débil y tímidamente. Quienes han escrito esas propuestas de reforma no saben o no pueden o no quieren adjudicarle al Estado grandes compromisos. El asunto es previsible, no podía ser de otro modo porque esa es, en muy buena parte, la historia de la educación en Colombia. Es la historia de un Estado débil, pobre, muy limitado en propósitos y compromisos.
Además, quienes redactan esas propuestas son, muy posiblemente, gentes hechas desde la infancia en colegios y universidades privados. Les queda muy difícil pensar del lado del Estado, les queda muy difícil adjudicarle grandes tareas al Estado en desmedro del amplio terreno históricamente conquistado, en la sociedad colombiana, por todas las formas privadas de educación. Y eso tampoco es nuevo en nuestra historia republicana; en el siglo XIX, quienes promovieron el Estado institutor con las reformas educativas del decenio de 1870, venían de ser voceros conspicuos de la libre iniciativa empresarial en materia educativa y habían minado, hasta entonces, cualquier iniciativa educativa fundada en el Estado.
Históricamente, la iniciativa de particulares ha competido con la iniciativa estatal para el control social y cultural de los individuos mediante la creación de instituciones de instrucción y educación. El Estado ha tenido siempre dificultades para ejercer soberanía en todo el territorio, para garantizar el monopolio de la fuerza, para construir formas básicas de bienestar común. Ante un Estado débil y debilitado, han prosperado las soluciones provenientes de iniciativas de grupos de individuos. Demos ejemplos: como el Estado no ha sido capaz de crear una infraestructura de vías y de medios de transporte, hemos recurrido a formas privadas de solución al dilema de la movilidad, entonces compramos nuestro carro o nuestra motocicleta, y hemos descartado pensar en el tren o en el tranvía o en el metro. Como el Estado no nos garantiza la protección de nuestras vidas ni de nuestras propiedades, entonces contratamos compañías de vigilancia privada, formamos grupos paramilitares o buscamos hacer justicia por nuestra propia cuenta. Estamos, por tanto, acostumbrados a no tener grandes proyectos de cohesión colectiva; cada quien resuelve su problema en medio de las condiciones adversas que ofrece un Estado pequeño y pobre.
Entre el Estado y la sociedad no ha existido una relación basada en el altruismo. El Estado devora la sociedad y la sociedad aprovecha las fisuras del endeble Estado. Al Estado no le hemos dejado que ejerza una hegemonía cultural, le hemos disputado el control espiritual de la población. En nombre de las libertades individuales, Miguel Antonio Caro atacó la reforma educativa del Estado controlado por el liberalismo radical, y dijo que el Estado no podía obligar a nadie a asistir a las escuelas. En nombre de la libertad de conciencia, el conservatismo colombiano promovió las escuelas confesionales en disputa con la escuela laica oficial, y promovió también la fundación de universidades con el apoyo de la Iglesia católica.
Hoy tenemos un mapa de la educación, en general, con un desprestigiado Estado que apenas si puede y desea sostener, en condiciones muy precarias e indignas, un sistema de escuelas y colegios públicos. En la educación superior el panorama es de un ascendente sistema de instituciones privadas que han crecido en materia inmobiliaria; empezaron en garajes, adecuando casas, luego transformaron barrios y finalmente adquirieron lotes, se estabilizaron con una oferta muy limitada de carreras que garantizaban lucro con pocos gastos en dotaciones y, por eso, han tratado de erigirse en modelo innovación y de eficacia gerencial. Sus trayectorias en investigación son magras, sus niveles de formación en posgrados son muy reducidos, pero han dado pruebas de eficacia en el cumplimiento de ciclos rápidos de graduación, han permitido el enriquecimiento de familias, de grupos de empresarios, de comunidades religiosas y han dejado satisfechas a franjas poblacionales que no lograron, por múltiples razones, ingresar a las universidades públicas. La reforma que propone el gobierno del presidente Juan Manuel Santos parece un corolario para el esfuerzo de esos exitosos empresarios de la educación que ya tienen algún grado de control en instituciones como el Icetex, el Icfes y el mismo Ministerio de Educación. Y, en consecuencia, es un golpe letal a lo poco firme que queda de un sistema nacional de universidades públicas.
Entonces se impone hacer otro ejercicio mucho más arduo y sostenido: pensar cuál es el ideal de educación según el ideal de intervención del Estado. Lo que equivale a pensar, cómo miembros de la sociedad colombiana, en la importancia que podemos o deseamos adjudicarle al Estado. Se trataría de pensar, en conjunto, en el tipo de educación, en el tipo de sociedad y en el tipo de Estado. Qué educación para contribuir a moldear qué sociedad; una educación según qué orientaciones y prioridades atribuidas al Estado. Tal ejercicio no es fácil ni rápido; el peso de la fuerza de inercia de una sociedad acostumbrada a las soluciones de un liberalismo extremo, al sálvese quien pueda, al yo gano y usted pierde, vuelve lento, incluso, el inicio, en firme, de cualquier conversación.
En próximos apuntes: la responsabilidad del Estado y la responsabilidad de la sociedad; la definición de prioridades en la cultura; la democracia y la meritocracia en las universidades; la necesidad de controles sobre autoridades universitarias y sobre el uso de los recursos; los enriquecimientos privados en las universidades públicas.
Cali, octubre de 2011
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